lunes, 12 de mayo de 2008

De vuelta a casa

Hace pocos días de vuelta a casa, mientras conducía, no veía la carretera. Sólo conseguía ver al fondo ese monte esbelto con el que cree que tiene un vínculo especial. Estaba azul y gris, tan azul y tan oscuro como el cielo, con sus nubes densas cargadas de lluvia aguantando sin dejar caer una gota. Había mucho tráfico, pero no le molestaba. Sentía que iba sola adelantando un camión y luego otro, pero como si no fuera ella quien condujera, de hecho, era el monte el que la llevaba y era hacia él hacia donde iba. A sus pies está su casa.


Los niños gritaban en la parte de atrás y en la radio una preciosa canción de amor hizo que se pusiera a cantar sin darse cuenta. Silencio en el coche. Los niños siempre quieren que cante y ella procura hacerlo porque es verdad que les gusta, le escuchan y se calman. Por la noche antes de dormir le piden una canción, siempre la misma, uno el villancico de los peces en el río, que da igual que sea el mes de mayo que la siguen cantando; el otro la del barquito chiquitito que por fin navega. Ellos se tumban en la cama, ella se sienta a su lado, se cogen las manos y cantan. Su cara es de ilusión.

Pero este día, mientras les cantaba en el coche, con su silencio, un montón de sentimientos se encontraron. Ellos también lo notaron. En un día en el que estaba tan azul como el monte, tan gris como el cielo y tan cargada de lluvia como esas nubes, la carretera se desdibujó poco a poco bajo la emoción apenas contenida y se volvió tan difícil como somos las personas, imposible en según qué condiciones. No sabría decir qué le provocó esa emoción, aunque quizá fuera todo y nada, la tranquilidad que llega a ratos, el sueño que no llega nunca y una nostalgia que a veces es gris como ese día y a veces tan primaveral como la risa de los pequeños que escuchaban su canto entrecortado.


Cuando las nubes empezaron a acompañarle y lentos y rítmicos goterones empezaron a chocar contra el cristal, solo tuvo un deseo, que esa carretera no acabara nunca.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Era esa misma silueta, con el mismo color azul, pero él estaba vacío por dentro, negro como el infinito, y ya no oía las risas de los niños, ni le pedían que les cantara una canción. Ellos seguían con él en su corazón y llenaban su mente casi por completo, tanto que apenas era consciente de que estaba conduciendo, alejándose de ellos una vez más y sin remedio... ¡qué vacío, qué ansiedad, cuánta confusión inundando todo su ser...! Entonces vio de nuevo la silueta en el retrovisor y sintió que quizás aquello no fuera un final, Quizás sólo fuera un paso más en este azaroso viaje que es la vida, en el que viajamos sin rumbo fijo y las imágenes perduran en nuestro interior, aunque mucho más lo hacen las risas de nuestros hijos, su olor y el sabor de sus besos...
Poco después entró en la autopista y la silueta desapareció, y su mente se centró en una imagen que se había grabado en su retina, sin saber porqué, en una décima de segundo mientras conducía: la de una mujer cantando con sus dos niños detrás escuchando embobados. Sólo fue un instante, pero aquella escena se le quedó grabada a fuego, y aunque él todavía no lo supiera, ese ínfimo espacio de tiempo marcaría su vida para siempre, y quizás, sólo quizás, el destino le permitiría volver a verla algún día... Entonces comenzó a llover y se sintió mejor, como si la lluvia limpiara la negrura que lo invadía, y sintió renacer en su interior una débil pero persistente llama de esperanza, y en ese momento, justo al mismo tiempo que ella, él también deseó que aquella carretera no tuviera fin...